Historia de la paciencia de un repositor de supermercado chino ayudada por el consumo descontrolado de psicotrópicos de preferencia

sábado, 21 de mayo de 2011

(uno)


Tomates en conserva. Tres con cuarenta y siete.
(¡tac!)
Arvejas remojadas. Dos con diecinueve.
(¡tac!)
Procuracoquetearmemaaaas-ynoreparodeloqueteharé
(radio asquerosa)
Azúcar. Uno con treinta y ocho.
(¡tac!)
Detergente. Siete con setenta y siete.
(¡tac!)
(¡tc!)
(tc)
(tc)
(tc)
(tc)
(tc)
(t)
(t)
(t)


La máquina etiquetadora se traba. Se detiene el proceso. La reviso. No le falta papel, ni tampoco el gatillo está roto. Gatillo. Gatillo. Gatillo. No pasa nada. Molestia, frustración. No por el percance (a mí qué me importa la máquina, que ni es mía, y qué me importa mi eficiencia como empleado, que, bueno, sí, es mía, pero igual). Lo que verdaderamente me preocupa, me aterra, es algo mucho más trágico: si esa actividad insignificante y automática se interrumpe, la barrera que me aísla de este lugar en el que estoy se rompe. El estado Zen con el que me extirpo el mundo se va descascarando a medida de que mi cabeza vuelve a rebalsar/resbalar/rebelar-se y convertirse en el santuario séptico que sabe ser.

Como cuando uno sale del agua, todo cambia de lugar, de relieve: los ruidos placenteros, memoria del útero perdido, se detienen, y la maraña borrosa del fondo se transfigura y como una hydra se multiplica metódica y detalladamente. Se empasta en la piel el olor a creolina y a carne mal refrigerada, el ruido de vidrios que se chocan, canastos que tropiezan, hola querida como estás pero que bien que te queda ese batón/ no sabés lo que me enteré/ viste la Meme quera vecina de mi cuñada/bueno, se murió/ la Meme vecina de mi cuñada queandaba maldel páncreas. Un racimo de voces que pica en la nariz, como un olor encerrado que acaba de descubrirse, como un puño de cucarachas cuando recién se prende la luz de la cocina.
Entonces miro hacia los costados. Pero no hay nada.
Ese que me mira, pero que también soy yo, piensa: qué estupidez, cómo que no hay nada, habrá una pared, o abismo, o niebla, no nada. Pero no hay nada. Yo no puedo explicarlo, como tampoco puedo explicar que soy una persona etiquetando mercadería, pero también una conciencia omnipresente que se mira, que me mira, sin hacerse ningún tipo de preguntas, con un aire de naturalidad que sólo portan los inconscientes. Y si no me resulta para nada extraño ser el que soy y ése que me mira, por qué me resultaría extraño que a mi alrededor no haya nada.
Eso pensamos mientras nos miramos y somos mirados. Mientras etiquetamos y nos vemos etiquetar, yo y yo, ambos dos mucho muy comprometidos con este mundo que no entendemos, que nos arrastra de acá para allá, y ni siquiera se opone a nuestras preguntas, hace tiempo que no nos preguntamos nada. Y yo que creí que estaba soñando. Putamadre. Uno dice quiero un sueño realista, pero es mentira. Uno quiere tocar una teta o echarse un polvo o matar al perro del vecino, que ladra en la ventana todas las noches, y que todo eso se sienta en el cuerpo, que nos despertemos oliendo a pólvora en las manos, o que nos quede una gota de sexo escondida justo en la parte superior del labio, entre los agujeros de la nariz. Pero la realidad, la realidad real, es otra, es decir, no es nada, nada más que esa sensación de mierda que uno tiene cuando sale a la calle y dice qué cagada porque no le queda otra que decir qué cagada, porque está fuera de foco, caído de la estampa. Y eso es lo que nos toca en el sueño, una desazón ilógica, pero no por eso menos amarga.


De golpe una mano enorme se me unta en la cintura.

Me aprieta (¿o apreta? ¿o aprieta? ¿o apreta? ¿o aprieta? ¿o apreta? ¿o aprieta? ¿o apreta? ¿o aprieta?), con una fuerza que conozco perfectamente: suficiente como para no dejarme escapar, pero no demasiada, para no comprometer la integridad del envase (entiéndase: yo no soy una lata; estoy soñando ser yo mismo, y nada más que eso, como en los sueños desesperanzados y de poco vuelo que tiene tanta gente). Me siento como un envase de mostaza, como un gigante enorme capaz de levantar personas como envases de mostaza, como un vouyeur cósmico que se relame de la desgracia ajena. O propia. O las dos.
No puedo ver más allá de la mano que me mantiene apresado. Es decir, detrás de esa mano no hay nada, por mucho que mi super-alter-ego se enoje. No me desespera ser del tamaño de un paquete de polenta, elevándome por el aire, sintiendo una presión viscosa en la espalda, volviendo a aterrizar, esta vez sin poder torcer la cintura, como si la metamorfosis se hubiera completado, y yo fuera un producto deseado por mí, que me muero de ganas de poseerme, ultrajarme, comerme, digerirme, expulsarme.
El viaje termina, o recién empieza.

Ya pasó la primera parte del sueño: pasan un montón de cosas raras, y uno le importa un comino.

Ahora debe venir la segunda parte, cuando pasan cosas que uno no quiere que pasen, pero que no puede evitar.

Entonces yo no soy solamente el que es y el que mira. Además soy el que piensa, la conciencia inútil de una realidad descontrolada. La mano que lleva, lo llevado, y el alarido insuficiente que denuncia que me estoy llevando a un lugar que no me va a gustar, pero que no logra nada, porque la voluntad es otra, la escena es otra, y yo no puedo dejar de cumplir mis papeles, el de mano, el de paquete, e incluso el de vocecita inútil. Y sigo gritando, cuando mi mano me deposita en un espacio aparentemente plateado, del que se levanta un vaho inevitable de lavandina y pollo crudo. Grito corré, boludo, que ya está, ya pasó la de quedarte en el molde, corré que no te va a gustar, corré que son las 4 de la mañana, y es un bajón, un bajón mal, despertarse muerto de sueño 5 minutos antes de que suene el despertador (y con ganas de mear, ni hablar), corré por tu bien, por el mío, y cagate, mano de porquería, que sos mía igual, pero ahora jodete, yo me las tomo.

Pero nada. Sigo ahí paradito, con cara de obsecuente.

(Bueno, de pelotudo.)


Y aparece otra mano, una mano que no es mía, una mano que no soy yo. Y me cago en las patas, posta.
Ya no me transporta una caricia considerada y a la vez viril (algo así como lo que era Sandro, claro, así, yo podría decir que hasta ese mismo momento me había estado acarisiandro). De golpe y porrazo, se me clava una uña mellada y vulgar en el hombro (o en el borde, no sé), me levanta de un sacudón, y me posiciona con desconsideración frente a una sucursal del infierno mismo, una presencia que me abrasa, me ciega, me tortura, me desconcierta, me apabulla y capaz que un poco me excita.

(pip) - PRODUCTO NO IDENTIFICADO

La vieja me pasa dos o tres veces más por el láser (no me mareo, no vomito, no está pautado) y no pasa nada. Se manda una puteada en un idioma que no conozco (o que mi subconsciente nunca registró) y prosigue. Rechina los dientes. Tiene que meter los números en la registradora u-no-por-u-no, y eso le rompe las pelotas. La conozco.
Pero antes de hacerlo, antes de poner a prueba la totalidad de su capacidad intelectual en el acto mismo de leer 12 números (o quince, o mil, qué se yo)y pulsarlos en una botonera (industria alemana para la argentina vía brasil, ni a 10000 km cerca de su barrio de nacimiento), se frena. Me mira. Maliciosa, ladina. Me mira. Sabe que hay algo raro. Yo sé que se dio cuenta. Yo conciencia-dentro-del-sueño. Los otros tres (el yo-paquete-que-es, el yo-comprador-del-yo-paquete-que-es y el yo-que-sueña) no saben un carajo. Pero ella se dio cuenta. Y me mira. Me mira a mí, atravesándome los otros tres. Se queda conmigo, desnudo e indefenso. Y cierra más los ojos, y casi podría decir que sonríe.
Me dice algo. A mí-comprador esta vez. Gentil, pero firme. Solícita y rastrera. Como ella. Siempre. Yo accedo, canchero buenaonda, y en un acto de insanidad perfectamente controlada, me entrego a sus manos grasosas de crema pastelera mezclada con esa humedad que exudan los sachets de leche cuando están a la intemperie, restos de harina, tinta de caja registradora y demás sustancias que viajan a sus manos, imanes para la mugre más insólita.
Camina por pequeños pasillos, zigzagueando entre botellas, latas, gentes, niños, ratas escondidas, rumores de hijos homosexuales, presuntas adicciones, cánceres, romances, todo amontonado en las góndolas, a pura oferta, llevarse una docena de huevos a mitad de precio y la novedad de que la mujer de la esquina, esa que siempre quiere cagar más alto de lo que le da el culo, tiene un hijo que toma más merca de lo que un pibe toma chocolatada, bien vale el amontonamiento.
Me lleva colgando, zarandeándome impaciente, pero con impaciencia eufórica, lo que se viene la excita, vieja morbosa, se dio cuenta, sabe, y ahora que tiene el control de la situación está más caliente que-no-sé-qué.

Llegamos. Conozco también este lugar. El patio. Bah, dicen patio y uno piensa en algo medianamente verde, o con plantas, o algo así. No en una pieza sin techo. Y esto es eso. Una pieza sin techo, dos por dos, puro cemento, y a lo mejor un rayo de sol, que para lo único que sirve es para levantar el fermento de todas las porquerías que tiran en el rincón contrario a la puerta. Ahí llegamos, y todo es tan claro.
Me aprieta con una fuerza que conozco perfectamente: no quiere hacerme sufrir, no quiere dañarme hasta que sea el momento justo. Quiere que el cambio sea entero de todo a nada. Quiere que llegue íntegro, impecable, hasta el segundo anterior a la zambullida en esos jugos que hacen el tiempo y la intemperie. Por eso no me apreta (¿o aprieta? ¿o apreta? ¿o aprieta? ¿o apreta?), y espera, me mira, se humedece, tiembla. Y con un movimiento fluido (habrá jugado al vóley alguna vez, o tendrá cancha después de tantos años) me lanza por el aire, y describo una parábola perfecta, y siento como el tiempo se detiene, y me veo flotar, y me veo yéndome del super con moderada resignación porque en serio tenía muchas ganas de comerme, y me veo ver toda la escena, y me veo gritar por nada, porque gritar no sirve para nada, a esta altura, altura de las cosas, inevitables por donde las mire, y altura del suelo, que cada vez se me acerca más, con su colchón podrido para atajarme la caída. Y me veo/me siento caer en el lugar preciso, y empieza a picarme en la nariz el olor hirviente de todo lo que no sobra, y ya siento el golpe, la zambullida.


Y abro los ojos. Los ojos. No los párpados. Los párpados los tenía abiertos desde antes. Digamos que me vuelve la vista. O vuelvo a tomar conciencia de que veo, de que soy un cuerpo, uno solo, sin más incidencia en el mundo que lo que pueda hacer con esto que tengo de-la-piel-para-adentro.
Los ruidos no se hacen esperar, tampoco el frío en la mano, la humedad en los pies, el olor envejecido del delantal.
Nada se hace esperar.
No hay transición.
Otra vez crucé la puerta, y estoy acá.
O a lo mejor terminé de caerme.
Y el fondo de la peste era esto.
Bajón.
Bajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajónbajón.

Leche parcialmente descremada primera marca. Dos con setenta y tres.
(¡tac!)
Manteca 200 grs. Tres con doce.
(¡tac!)
Yogurt bebible sabor banana. Tres con noventa y cuatro.
(¡tac!)

1 comentario:

  1. Damian, usté escribe esto? Puta, es una genialidá! Debo andar masoquista, porque hacía mucho que no disfrutaba tanto de un relato que a la vez me pesa tanto en alguna parte del pecho, del alma o de no se qué, de eso que pesa cuando uno se contacta con realidades como esta!

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